Mi abuela Ángela era tan escrupulosa y le daba tanto coraje que le enredaran en los sueños que, cuando la fábrica del Portazgo atufaba el pueblo con aquella niebla amargosa, encendía docenas de palmatorias de olor y se metía por la nariz dos varas de alhucema para que la peste a alpechín no se le acabara pinchando en la mitad de la frente. Pero desde que empezó a echar en falta algunas de esas cosas que siempre habían estado en el mismo sitio, por las noches se cubría la boca con tiras de esparadrapos, se taponaba las orejas con cera derretida y azuzaba a los perros con café y pimienta porque creía que el ladrón austrohúngaro acudía escondido entre los malos olores.
Ella nunca se preocupó por la exactitud de la memoria, siempre prefirió endulzarse los recuerdos para ponerlos al servicio de las cosas del corazón; pero cuando le costó encontrar entre su patrimonio más íntimo el nombre de sus padres y las fechas del nacimiento de sus hijos, se asustó tanto que me confesó que un ladrón extranjero le estaba enredando en el pasado. Aunque a mi abuela no le daban miedo esos fantasmas que se criaban en las casas, me contó que una tarde mientras hacía una bufanda de punto, un terremoto interior hizo que se le cayeran las etiquetas de los recuerdos y que las cosas antiguas se le quedaran flotando a granel en un remolino polvoriento.
Desde aquella tarde y poco a poco, como la grasa que se derrite en la tierra caliente, las vivencias se le amalgamaron y todos los tiempos y todos los lugares se le fueron fundiendo en uno solo hasta que, sin saber cómo, se le mezclaron los bautizos con las bodas, los entierros con las romerías y lo vivido con lo soñado. El mundo no solo se le hizo líquido y blando para que todas las piezas encajaran en cualquier momento y en cualquier lugar, sino que se le volvió acolchado e indoloro porque el ladrón le quitó de por los medios las aristas y las asperezas de la razón.
La noche que a los perros se les inflamaron los belfos de tanto ladrar, mi abuela se levantó a recebar las palmatorias de olor, a tapar los espejos con tela de saco y a poner trapos húmedos en las bajeras de las ventanas para que el forastero no se le metiera en los pensamientos, pero esa noche se perdió por los pasillos de una casa que no reconoció como la suya. Cuando le intenté explicar que hacía años que ya no estaban las cuadras, que el gallinero era una despensa y que ella había cegado el pozo para que no se llenara de murciélagos, me dijo, más sorprendida que asustada, que el ladrón de la niebla llevaba toda la noche merodeando por los alrededores de su cabeza, que hablaba alemán, y que, aunque no podía llevarse nada porque tenía las manos atadas a la espalda, le había revuelto tanto sus cosas que no encontraba las certezas más elementales.
Aunque el ladrón no supo disolverle todos los grumos arenosos que la abuela arrastraba en su memoria, le desarmó los recuerdos en piezas chicas para que ella los ensamblara sin ningún manual. Fue por aquellas fechas cuando notamos que la abuela se cansó de presentar batalla al intruso y se rindió ante el dulzor de un tiempo elástico y obediente. Por eso y después de tantos años, apareció el abuelo haciendo migas en la candela como antes de que se le parara el corazón, por eso los nietos dejaron de crecer y se quedaron pinchados en el tiempo como se fija una foto; y por eso, como quien se pierde en una sala de espejos, empezó a moverse por el tiempo yendo y viniendo sin orden ni concierto por los recuerdos.
La mañana que la abuela quiso inundar las eras con océanos calmos para que nadie se muriera sin conocer el mar, sintió tanto la humedad de las mareas que volvió la tortuga gigante que servía de alfiletero en el taller de costura de su infancia, y cuando la vio, se le descosieron los pocos pespuntes que la ataban a la realidad. Esa mañana aprendió a saltarse todas las reglas, se cansó de ser pobre y vieja, se borró la artritis, se planchó la cara, se ensanchó las estrecheces antiguas y se asignó el lujo de la abundancia. Y cuando anochecía, porque ella así lo quiso, los maderos del doblao rechinaban por el peso de los chorizos, los guarros se chorreaban de carnes, los conejos parían cada hora, los olivos se arrastraban con aceitunas como membrillos, las patatas salían hechas melones, los melones eran calabazas y las calabazas se hacían carretas de cuentos para sus nietos.
Y así, sin esfuerzo y sin dolor, se acostumbró de tal forma a que el ladrón extranjero le arrancara las normas del orden, le revolviera el mundo y se lo cambiara de sitio, que las dudas antiguas se le convirtieron en certezas nuevas de otra dimensión. Y un día cualquiera cuando llegamos de la escuela, dejó de chapotear en el líquido viscoso del olvido, se echó a navegar en su cascarón de medias verdades y se encontró de frente con la felicidad porque, aunque era incapaz de recordar lo que había vivido, estaba viviendo plenamente lo que creía recordar.
Los que compartimos ese tiempo con ella, no solo aceptamos que le llegaban imágenes claras desde el otro lado de la razón, sino que descubrimos que hay momentos en la vida que los recuerdos valen mucho más que la realidad del que los recuerda. Aprendimos que no hacía falta que aquel viaje a las afueras de la lucidez nos llevara a algún sitio, hacía tiempo que nos habíamos dado cuenta de que el tránsito era mucho más importante que el destino. Y teniendo como único rumbo la falta de dirección, la abuela se acostumbró a la placidez del desorden y a dejar la ventana entreabierta para ponérselo fácil al austrohúngaro.
Y cuando arreció el invierno y el pueblo empezó a oler con timidez a polvorones de manteca y a almendras garrapiñadas, los remolinos de mi abuela se hicieron tan contagiosos que giraban en nuestras cabezas. Fue por entonces cuando aprendimos a oler canciones, a saborear programas de radio, a medir con las manos las asperezas de las colonias y a ver cómo se nos metían por debajo del pellejo los villancicos que se caían de la torre. En aquel tiempo de zambombas de tripa y de dulces con canela, se nos pincharon en el paladar esos recuerdos ligeros que el futuro iba a convertir en añoranzas densas porque, de la mano de mi abuela, el universo se nos hizo tan blando que le dimos la forma que nos dio la gana. Y por eso en esos días de Navidad, cuando por la ventana entreabierta entraban ráfagas de villancicos y pisadas de ladrones, tiramos los colchones en el zaguán y esperamos a que la marea alta de la noche nos meciera los sueños, raspamos la luz de la luna con los cuchillos matanceros para espolvorear los misterios y poderlos ver en la oscuridad, hicimos papelillos con los libros de texto para darnos duchas de sabiduría y, temerosos de que nos diera un ataque de prudencia y de sensatez, acabamos sellando las puertas con barro para que no se nos escapara la locura y para hundirnos en el dulzor inexplicable de los delirios.
En esos días de Adviento se nos diluyeron las unidades de medida, se nos mustiaron los relojes, se nos licuó el valor de lo material y se decretó el estado de felicidad total. Nos pasamos horas buscando en las manchas del café las caras de los que nos iban a besar mañana, hicimos bombas de harina para escribir en el aire nuestros deseos, y mientras esperábamos con ansia los regalos de Navidad de la abuela, sin darnos cuenta y como los moscones en los cristales, nos fuimos chocando contra un júbilo transparente que no sabíamos ver pero que se nos metió para siempre en lo más profundo de los huesos.
Y sin ningún orden reglado, mientras los mares mojaban los bajos de las cortinas y mientras el abuelo roncaba delante de la candela, mi abuela nos enseñó el funcionamiento de un alambique que extraía tardes dulces de la destilación de experiencias amargas. Mientras hacía punto, que era la forma más parecida que tenía de no hacer nada, nos regaló unas bufandas con hilos de plomo para que los aires de la emigración no nos levantaran del suelo y, después del café, nos dio un frasco de pastillas de lija para que las palabras nos salieran suaves cuando tuviéramos que defendernos de las asperezas. Y cuando estábamos pasando a limpio todo aquel revoltijo de emociones, la abuela me llamó aparte para decirme que me parecía tanto a ella, tanto, que no le quedaba más remedio que dejarme en herencia las visitas del ladrón austrohúngaro.Después de media docena de navidades llenas de regalos intangibles, el ladrón de la niebla se nos hizo tan familiar que la abuela le soltó las manos para que cenara con nosotros en Nochebuena. Y desde ese momento como quien se resbala por un tobogán mantecoso, se empezó a vaciar de dentro a fuera como una calabaza. Por eso y al poco tiempo la vimos buscando por toda la casa el nombre de los hijos, el rastro de los suspiros de otros tiempos y los olores que dejaban atrás el paso de las horas; y una madrugada de enero, se apagó la magia y la casa se hizo tan normal que desapareció la tortuga, se dejaron de oír los ronquidos del abuelo delante de la candela, se fue el forastero y, a pesar de las lágrimas, se secaron los bajos de las cortinas porque los mares se fueron detrás de ella.
Muchos años después, siendo abuela de tres nietos, en una tarde en la que se eclipsaron los villancicos de la torre con el alpechín del Portazgo, un escalofrío me zarandeó por dentro, me zocotreó la memoria y me tiró al suelo todos los anaqueles de los recuerdos. No tardé en reconocer las maneras del ladrón austrohúngaro, y aunque yo sabía que había empezado una batalla perdida en donde el olvido me acechaba por la espalda y el tiempo se escondía en las esquinas para asustarme, no quise ponerme en la cabeza una talega de tergal, ni le eché café a los perros, ni llené la casa de palmatorias; solo entreabrí la ventana, escribí esto antes de que se me perdiera el norte y le pedí a los Magos que mis nietos aprendieran a gozar con mi locura como nosotros lo hicimos con la abuela Ángela.
Para mi madre, que ha aprendido a jugar a la vida con otras normas.