jueves, 21 de diciembre de 2023

EL LADRÓN AUSTROHÚNGARO

 

 


 

Mi abuela Ángela era tan escrupulosa y le daba tanto coraje  que le enredaran en los sueños que, cuando la fábrica del Portazgo  atufaba el pueblo con aquella niebla amargosa,  encendía docenas de palmatorias de olor y se metía por la nariz dos varas de alhucema para que la peste a alpechín  no se le acabara pinchando en la mitad de la frente.  Pero desde que  empezó   a echar  en falta algunas de esas cosas que siempre habían estado en el mismo sitio, por las noches se cubría la boca con tiras de esparadrapos, se taponaba las orejas con  cera derretida  y azuzaba a los perros con  café y  pimienta  porque creía que el ladrón  austrohúngaro acudía escondido entre  los malos olores.

  Ella nunca se preocupó por la exactitud de la memoria, siempre prefirió  endulzarse los recuerdos para ponerlos al  servicio de las cosas del  corazón; pero cuando le costó encontrar   entre su patrimonio más íntimo el nombre de sus padres y las fechas del nacimiento de sus hijos, se asustó tanto que  me confesó   que   un ladrón extranjero le estaba enredando en  el pasado. Aunque a mi abuela no le daban miedo esos fantasmas que se criaban en  las casas, me  contó  que  una tarde mientras hacía una bufanda de punto,  un terremoto  interior   hizo que se le cayeran  las etiquetas de los recuerdos  y  que las cosas antiguas  se le quedaran flotando a granel en un remolino polvoriento.

 Desde aquella tarde y poco a poco, como la grasa que se derrite en  la tierra caliente,  las vivencias se le amalgamaron  y  todos  los tiempos y todos los lugares se le fueron  fundiendo  en uno solo hasta  que, sin saber cómo,  se le mezclaron  los bautizos con las bodas, los entierros con  las romerías  y lo vivido con  lo soñado.  El  mundo no solo se le hizo  líquido y  blando  para que todas las piezas encajaran en cualquier momento y  en cualquier lugar, sino que se le volvió  acolchado  e indoloro porque  el ladrón le quitó de por los medios las aristas y las  asperezas de la razón.  

La noche  que  a los perros  se les inflamaron los belfos de tanto ladrar, mi abuela  se levantó a recebar  las palmatorias de olor, a tapar los espejos con tela de saco  y a poner trapos húmedos en las bajeras de las ventanas para que el forastero no se le metiera en los pensamientos, pero esa noche  se perdió por los pasillos de una casa que  no reconoció  como la suya.  Cuando le intenté explicar que hacía años que  ya no estaban las cuadras, que el gallinero era una despensa y que ella había  cegado el pozo para que no se llenara de murciélagos, me dijo, más sorprendida que asustada, que el  ladrón de la niebla llevaba toda la noche  merodeando por los alrededores de su cabeza, que hablaba alemán, y que, aunque no podía llevarse nada porque tenía las manos atadas a la espalda,  le había revuelto tanto  sus cosas  que no encontraba  las certezas más elementales.

  Aunque el ladrón  no supo  disolverle  todos los grumos arenosos que la abuela  arrastraba en su memoria,  le desarmó  los recuerdos  en piezas chicas  para que ella los ensamblara sin ningún manual. Fue por aquellas fechas cuando notamos que la abuela se cansó de presentar batalla al intruso  y se rindió ante el dulzor de un tiempo elástico y obediente.  Por eso y después de tantos años, apareció el abuelo haciendo migas en la candela como  antes de que se le parara el corazón, por eso  los nietos dejaron de crecer y  se quedaron pinchados en el tiempo como se fija una foto; y por eso, como  quien se pierde en una sala de espejos, empezó a moverse por el tiempo yendo y viniendo sin orden ni concierto por los recuerdos.

La mañana que la abuela  quiso inundar las eras con océanos calmos para que nadie se muriera sin conocer el mar, sintió tanto la humedad de las mareas que volvió  la tortuga gigante que servía de alfiletero en el taller de costura de su infancia, y cuando la vio, se le descosieron los pocos pespuntes que la ataban a la realidad.  Esa mañana aprendió a  saltarse todas las reglas, se cansó de ser pobre y vieja,  se borró la artritis, se planchó la cara, se ensanchó las estrecheces antiguas  y  se asignó el lujo de la abundancia.  Y cuando anochecía, porque ella así lo quiso, los maderos del doblao rechinaban por el   peso de los chorizos, los guarros se chorreaban de carnes, los conejos parían cada hora,  los olivos se arrastraban con  aceitunas como membrillos,   las patatas salían hechas melones,  los melones eran   calabazas y  las calabazas se hacían  carretas de cuentos para sus nietos. 

Y así, sin esfuerzo y sin dolor, se acostumbró de tal forma a que el  ladrón extranjero le arrancara las normas del orden, le revolviera el mundo y se lo cambiara de sitio, que  las dudas antiguas  se le convirtieron en  certezas nuevas  de otra dimensión. Y un día cualquiera cuando llegamos de la escuela, dejó de chapotear  en el líquido viscoso del olvido, se  echó a navegar en su cascarón  de medias verdades y  se encontró de frente con la  felicidad  porque, aunque era  incapaz de recordar lo que había vivido, estaba   viviendo  plenamente lo que creía recordar.

 Los que compartimos ese tiempo con ella,  no solo aceptamos que le llegaban imágenes claras desde el otro lado de la razón, sino que descubrimos que hay momentos en la vida que los recuerdos valen mucho más que la realidad del que los recuerda. Aprendimos  que  no hacía falta que aquel viaje a las afueras de la lucidez nos llevara a algún sitio, hacía tiempo que nos habíamos dado cuenta de que  el tránsito  era mucho más importante que el  destino.  Y teniendo como único rumbo la falta de dirección, la abuela  se  acostumbró  a la placidez del desorden y  a dejar la ventana entreabierta para ponérselo fácil al austrohúngaro.

Y cuando arreció el invierno y el pueblo empezó a oler con timidez a polvorones de manteca y a almendras garrapiñadas, los remolinos  de mi abuela se hicieron tan contagiosos que giraban en  nuestras cabezas. Fue por entonces cuando aprendimos a oler canciones, a saborear programas de radio, a medir con las manos las asperezas de las colonias y a ver cómo se nos metían por debajo del pellejo los  villancicos que se caían de la torre. En aquel tiempo  de zambombas de tripa  y de dulces con canela, se nos pincharon en el paladar  esos  recuerdos ligeros que el futuro iba a convertir en  añoranzas densas porque, de la mano de mi abuela, el universo se nos hizo  tan blando que  le dimos la forma que nos dio la gana. Y  por eso en esos días de Navidad, cuando por la ventana entreabierta  entraban  ráfagas de villancicos y pisadas de ladrones, tiramos  los colchones en el zaguán y esperamos  a que la marea alta de la noche nos meciera los sueños,  raspamos la luz de la luna con los cuchillos matanceros para espolvorear los misterios y  poderlos ver en la oscuridad,  hicimos papelillos con los libros de texto para darnos duchas de sabiduría y, temerosos de que  nos diera un  ataque de prudencia y de sensatez, acabamos sellando las puertas con barro para que no se nos escapara la locura y para hundirnos en el dulzor   inexplicable de los delirios.

En esos días de Adviento se nos diluyeron las unidades de medida, se nos mustiaron  los relojes, se  nos licuó el valor de lo material y se decretó  el estado de felicidad total. Nos pasamos horas buscando en las manchas del café  las caras de los que nos iban a besar  mañana, hicimos bombas de harina para escribir en el aire nuestros deseos, y mientras esperábamos   con ansia los regalos de Navidad de la abuela, sin darnos cuenta y como los moscones en los cristales, nos fuimos  chocando contra un júbilo transparente que no sabíamos ver  pero que se nos metió  para siempre en lo más profundo de los huesos. 

Y sin ningún orden reglado, mientras los mares mojaban los bajos de las cortinas y mientras el abuelo roncaba delante de la candela, mi abuela nos enseñó  el funcionamiento de un alambique que extraía tardes dulces de la destilación de experiencias amargas. Mientras hacía punto, que  era la forma  más parecida que tenía de no hacer nada, nos  regaló unas bufandas con hilos de plomo  para que los aires de la emigración no nos levantaran del suelo y, después del café, nos  dio un frasco de pastillas de lija para que las palabras nos salieran suaves cuando tuviéramos que defendernos de las asperezas. Y cuando estábamos pasando a limpio todo aquel revoltijo de emociones, la abuela me llamó aparte para decirme que  me parecía tanto a ella, tanto,   que  no le quedaba más remedio que dejarme en herencia las visitas del  ladrón austrohúngaro.

Después de media docena de navidades llenas de regalos intangibles, el ladrón de la niebla  se nos hizo tan familiar que la abuela le soltó las manos para que cenara con nosotros en  Nochebuena. Y desde ese momento  como quien se resbala por un tobogán mantecoso,  se empezó a vaciar  de dentro a fuera como una calabaza. Por eso y al poco tiempo la vimos buscando   por toda la casa el nombre de los hijos, el rastro de los suspiros de otros tiempos  y los olores que dejaban atrás  el paso de las horas; y una madrugada de enero, se apagó la magia y la casa se hizo tan normal que desapareció la tortuga, se dejaron de oír los ronquidos del  abuelo  delante de la candela, se fue el forastero  y, a pesar de las lágrimas, se secaron los bajos de  las cortinas porque los mares  se fueron detrás de ella.  

Muchos años después, siendo  abuela de tres nietos, en una tarde en la que se eclipsaron los villancicos de la torre con el alpechín del Portazgo, un escalofrío  me zarandeó por dentro, me zocotreó  la memoria y  me tiró al suelo todos los anaqueles de los recuerdos. No tardé en reconocer las  maneras del ladrón austrohúngaro, y aunque yo sabía que había empezado una batalla perdida en donde  el olvido me acechaba por la espalda  y el tiempo se escondía en las esquinas para asustarme,  no  quise ponerme  en la cabeza una talega de tergal, ni le eché café a los perros, ni llené la casa de palmatorias; solo entreabrí la ventana, escribí esto antes de que se me perdiera el norte  y le pedí  a los Magos que  mis nietos aprendieran a gozar con mi locura  como  nosotros lo hicimos  con la  abuela Ángela.

 Para mi madre, que ha aprendido  a jugar a la vida con otras  normas.

 


EL LADRÓN AUSTROHÚNGARO